Mi amiga Kêng-Su me decía:
—En la ventana del hotel
brillaba esa luz diáfana que a veces y de un modo fugaz anticipa, en diciembre,
el mes de marzo. Sientes como yo la presencia del mar: se extiende, penetra en
todos los objetos, en los follajes, en los troncos de los árboles de todos los
jardines, en nuestros rostros y en nuestras cabelleras. Esta sonoridad, esta
frescura que sólo hay en las grutas, hace dos meses entró en mi luminosa
habitación, trayendo en sus pliegues azules y verdes algo más que el aire y que
el espectáculo diario de las plantas y del firmamento. Trajo una mariposa
amarilla con nervaduras anaranjadas y negras. La mariposa se posó en la flor de
un vaso: reflejada en el espejo agregaba pétalos a la flor sobre la cual abría
y cerraba las alas. Me acerqué tratando de no proyectar una sombra sobre ella:
los lepidópteros temen las sombras. Huyó de la sombra de mi mano para posarse
en el marco del espejo. Me acerqué de nuevo y pude apresar sus alas entre mis
dedos delicados. Pensé: «Tendría que soltarla. No es una flor, no puedo
colocarla en un florero, no puedo darle agua, no puedo conservarla entre las
hojas de un libro, como un pensamiento». Pensé: «No es un pájaro, no puedo
encerrarla en una jaula de mimbre con una pequeña bañera y un tarrito enlozado,
con alpiste».
—Sobre la mesa —prosiguió—,
entre mis peinetas y mis horquillas, había un alfiler de oro con una turquesa.
Lo tomé y atravesé con dificultad el cuerpo resistente de la mariposa —ahora
cuando recuerdo aquel momento me estremezco como si hubiera oído una pequeña
voz quejándose en el cuerpo oscuro del insecto. Luego clavé el alfiler con su
presa en la tapa de una caja de jabones donde guardo la lima, la tijera y el
barniz con que pinto mis uñas. La mariposa abría y cerraba las alas como
siguiendo el ritmo de mi respiración. En mis dedos quedó un polvillo irisado y
suave. La dejé en mi habitación ensayando su inmóvil vuelo de agonía.
A la noche, cuando volví,
la mariposa había volado llevándose el alfiler. La busqué en el jardín de la
plaza, situada frente al hotel, sobre las favoritas y las retamas, sobre las
flores de los tilos, sobre el césped, sobre un montón de hojas caídas. La
busqué vanamente.
En mis sueños sentí
remordimientos. Me decía: «¿Por qué no la encerré adentro de una caja? ¿Por qué
no la cubrí con un vaso de vidrio? ¿Por qué no la perforé con un alfiler más
grueso y pesado?».
Kêng-Su permaneció un
instante silenciosa. Estábamos sentadas sobre la arena, debajo de la carpa.
Escuchábamos el rumor de las olas tranquilas. Eran las siete de la tarde y
hacía un inusitado calor.
—Durante muchos días no
vine a la playa —continuó Kêng-Su anudando su cabellera negra—, tenía que terminar
de bordar una tapicería para Miss
Eldington, la dueña del hotel. Sabes cómo es de exigente. Además yo necesitaba
dinero para pagar los gastos.
Durante muchos días
sucedieron cosas insólitas en mi habitación. Tal vez las he soñado.
Mi biblioteca se compone de
cuatro o cinco libros que siempre llevo a veranear conmigo. La lectura no es
uno de mis entretenimientos favoritos, pero siempre mi madre me aconsejaba,
para que mis sueños fueran agradables, la lectura de estos libros: El Libro de Mencius, La Fiesta de las
Linternas, Hoeï-Lan-Ki (Historia del círculo de tiza) y El Libro de las Recompensas y de las Penas.
Varias veces encontré el
último de estos libros abierto sobre mi mesa, con algunos párrafos marcados con
pequeños puntitos que parecían hechos con un alfiler. Después yo repetía,
involuntariamente, de memoria estos párrafos. No puedo olvidarlos.
—Kêng-Su, repítelos, por
favor. No conozco esos libros y me gustaría oír esas palabras de tus labios.
Kêng-Su palideció levemente
y jugando con la arena me dijo:
—No tengo inconveniente. A
cada día correspondía un párrafo. Bastaba que saliera un momento de mi
habitación para que me esperara el libro abierto y la frase marcada con los
inexplicables puntitos. La primera frase que leí fue la siguiente:
«Si deseamos sinceramente
acumular virtudes y atesorar méritos tenemos que amar no sólo a los hombres,
sino a los animales, pájaros, peces, insectos, y en general a todos los seres
diferentes de los hombres, que vuelan, corren y se mueven».
Al otro día leí:
«Por pequeños que seamos,
nos anima el mismo principio de vida: todos estamos arraigados en la existencia
y del mismo modo tememos la muerte».
Guardé el libro dentro del
armario, pero al otro día lo encontré sobre mi cama, con este párrafo marcado:
«Caminando, de pie, sentada
o acostada, si ves un insecto pereciendo trata de liberarlo y de conservarle la
vida. ¡Si lo matas, con tus propias manos, qué destino te esperará!…».
Escondí el libro en el
cajón de la cómoda, que cerré con llave; al otro día estaba sobre la cómoda,
con la siguiente leyenda subrayada:
«Song-Kiao, que vivió bajo
la dinastía de los Song, un día construyó un puente con pequeñas cañas para que
unas hormigas cruzaran un arroyo, y obtuvo el primer grado de Tchoang-Youen
(primer doctor entre los doctores). Kêng-Su, ¿qué obtendrás por tu oscuro
crimen?…».
A las dos de la mañana, el
día de mi cumpleaños, creí volverme loca al leer:
«Aquel que recibe un
castigo injusto conserva un resentimiento en su alma».
Busqué en la enciclopedia
de una librería (conozco al dueño, un hombre bondadoso, y me permitió consultar
varios libros) el tiempo que viven los insectos lepidópteros después de la
última metamorfosis; pero como existen cien mil especies diferentes es difícil
conocer la duración de la vida de los individuos de cada especie; algunos, en
estado de imago, viven dos o tres días; pero ¿pertenecía mi mariposa a esta
especie tan efímera?
Los párrafos seguían
apareciendo en el libro, misteriosamente subrayados con puntitos:
«Algunos hombres caen en la
desdicha; otros obtienen la dicha. No existe un camino determinado que los
conduzca a una u otra parte. Depende todo del hombre, que tiene el poder de
atraer el bien o el mal, con su conducta. Si el hombre obra rectamente obtiene
la felicidad; si obra perversamente recibe la desdicha. Son rigurosas las
medidas de la dicha y de la aflicción, y proporcionadas a las virtudes y a la
gravedad de los crímenes».
Cuando mis manos bordaban,
mis pensamientos urdían las tramas horribles de un mundo de mariposas.
Tan obcecada estaba, que
estas marcas de mis labores, que llevo en las yemas de los dedos, me parecían
pinchazos de la mariposa.
Durante las comidas
intentaba conversaciones sobre insectos, con los compañeros de mesa. Nadie se
interesaba en estas cuestiones, salvo una señora que me dijo: «A veces me
pregunto cuánto vivirán las mariposas. ¡Parecen tan frágiles! Y he oído decir
que cruzan (en grandes bandadas) el océano, atravesando distancias prodigiosas.
El año pasado había una verdadera plaga en estas playas».
A veces tenía que deshacer
una rama entera de mi labor: insensiblemente había bordado con lanas amarillas,
en lugar de hojas o de pequeños dragones, formas de alas.
En la parte superior de la
tapicería tuve que bordar tres mariposas. ¿Por qué hacerlas me repugnaba tanto,
ya que involuntariamente, a cada instante, bordaba sus alas?
En esos días, como sentía
cansada la vista, consulté a un médico. En la sala de espera me entretuve con
esas revistas viejas que hay en todos los consultorios. En una de ellas vi una lámina
cubierta de mariposas. Sobre la imagen de una mariposa me pareció descubrir los
puntitos del alfiler; no podría asegurar que esto fuera justificado, pues el
papel tenía manchas y no tuve tiempo de examinarlo con atención.
A las once de la noche caminé
hasta el espigón, proyectando un viaje a las montañas. Hacía frío y el agua me
contemplaba con crueldad.
Antes de regresar al hotel
me detuve debajo de los árboles de la plaza, para respirar el olor de las
flores. Buscando siempre la mariposa, arranqué una hoja y vi en la verde
superficie una serie de agujeritos; mirando el suelo vi en la tierra otra serie
de agujeritos: pertenecían, sin duda, a un hormiguero. Pero en aquel momento
pensé que mi visión del mundo se estaba transformando y que muy pronto mi piel,
el agua, el aire, la tierra y hasta el cielo se cubrirían de esos mismos
puntitos, y entonces —fue como el relámpago de una esperanza— pensé que no
tendría motivos de inquietud ya que una sola mariposa, con un alfiler, a menos
de ser inmortal, no sería capaz de tanta actividad.
Mi tapicería estaba casi
concluida y las personas que la vieron me felicitaron.
Hice nuevas incursiones en
el jardín de la plaza, hasta que descubrí, entre un montón de hojas, la
mariposa. Era la misma, sin duda. Parecía una flor mustia. Envejecidas las
alas, no brillaban. Ese cuerpo, horadado, torcido, había sufrido. La miré sin
compasión. Hay en el mundo tantas mariposas muertas. Me sentí aliviada. Busqué
en vano el alfiler de oro con la turquesa. Mi padre me lo había regalado. En el
mundo no hallaría otro alfiler como ése. Tenía el prestigio que sólo tienen los
recuerdos de familia.
Pero una vez más en el
libro tuve que ver un párrafo marcado:
«Hay personas que
inmediatamente son castigadas o recompensadas; hay otras cuyas recompensas y
castigos tardan tanto en llegar que no las alcanzan sino en los hijos o en los
nietos. Por eso hemos visto morir a jóvenes cuyas culpas no parecían merecer un
castigo tan severo, pero esas culpas se agravaban con los crímenes que habían
cometido sus antepasados».
Luego leí una frase
interrumpida:
«Como la sombra sigue los
cuerpos…».
Con qué impaciencia había
esperado esa mañana, y qué indiferente resultó después de tantos días de
sufrimiento: pasé la aguja con la última lana por la tapicería (esa lana era
del color oscuro que daña mi vista). Me saqué los anteojos y salí del trabajo
como de un túnel. La alegría de terminar un bordado se parece a la inocencia.
Logré olvidarme de la mariposa —continuó Kêng-Su ajustando en sus cabellos una
tira de papel amarillo—. El mar, como un espejo, con sus volados blancos de
espuma me besaba los pies. Yo he nacido en América y me gustan los mares. Al
penetrar en las ondas vi algunas mariposas muertas que ensuciaban la orilla.
Salté para no tocarlas con mis pies desnudos.
Soy buena nadadora. Me has
visto nadar algunas veces, pero las olas entorpecían mis movimientos. Soy
nadadora de agua dulce y no me gusta nadar con la cabeza dentro del agua. Tengo
siempre la tentación de alejarme de la costa, de perderme debajo del cóncavo
cielo.
—¿No tienes miedo? A
doscientos metros de la costa ya me asusta la idea de encontrar delfines que
podrían escoltarme hasta la muerte —le dije.
Kêng-Su desaprobó mis
temores. Sus oblicuos ojos brillaban.
—Me deslicé perezosamente
—continuó—. Creo que sonreí al ver el cielo tan profundo y al sentir mi cuerpo
transparente e impersonal como el agua. Me parecía que me despojaba de los días
pasados como de una larga pesadilla, como de una vestidura sucia, como de una
enfermedad horrible de la piel. Suavemente recobraba la salud. La felicidad me
penetraba, me anonadaba. Pero un momento después una sombra diminuta sobre el
mar me perturbó: era como la sombra de un pétalo o de una hoja doble; no era la
sombra de un pez. Alcé los ojos. Vi la mariposa: las llamas de sus alas
luminosas oscurecían el color del cielo. Con el alfiler fijo en el cuerpo —como
un órgano artificial pero definitivamente adherido— me seguía. Se elevaba y
bajaba, rozaba apenas el agua delante de mí, como buscando un apoyo en flores
invisibles. Traté de capturarla. Su velocidad vertiginosa y el sol me
deslumbraban. Me seguía, vacilante y rápida; al principio parecía que la brisa
la llevaba sin su consentimiento; luego creí ver en ella más resolución y más
seguridad. ¿Qué buscaba? Algo que no era el agua, algo que no era el aire, algo
que no era una sombra (me dirás que esto es una locura; a veces he desechado la
idea que ahora te confieso): buscaba mis ojos, el centro de mis ojos, para
clavar en ellos su alfiler. El terror se apoderó de mis ojos indefensos como si
no me pertenecieran, como si ya no pudiera defenderlos de ese ataque
omnipotente. Trataba de hundir la cara en el agua. Apenas podía respirar. El
insecto me asediaba por todos lados. Sentía que ese alfiler, ese recuerdo de
familia que se había transformado en el arma adversa, horrible, me pinchaba la
cabeza. Afortunadamente yo estaba cerca de la orilla. Cubrí mis ojos con una
mano y nadé durante cinco minutos que me parecieron cinco años, hasta llegar a
la costa. El bullicio de los bañistas seguramente ahuyentó la mariposa. Cuando
abrí los ojos había desaparecido. Casi me desmayé en la arena. Este papel,
donde pinté yo misma un dios con tinta colorada, me preserva ahora de todo mal.
Kêng-Su me enseñó el papel
amarillo, que había colocado tan cuidadosamente entre los dientes de su
peineta, sobre su cabellera.
—Me rodearon unos bañistas
y me preguntaron qué me sucedía. Les dije: «He visto un fantasma». Un señor muy
amable me dijo: «Es la primera vez que un hecho así ocurre en esta playa», y
agregó: «Pero no es peligroso. Usted es una gran nadadora. No se aflija».
Durante una semana entera
pensé en ese fantasma. Podría dibujártelo, si me dieras un papel y un lápiz. No
se trata ya de una mariposa común; se trata de un pequeño monstruo. A veces, al
mirarme en el espejo, veía sus ojos sobrepuestos a los míos. He visto hombres
con caras de animales y me han inspirado cierta repugnancia; un animal con cara
humana me produce terror.
Imagínate una boca
desdeñosa, de labios finos, rizados; unos ojos penetrantes, duros y negros; una
frente abultada y resuelta, cubierta de pelusa. Imagínate una cara diminuta y
mezquina —como una noche oscura—, con cuatro alas amarillas, dos antenas y un
alfiler de oro; una cara que al desmembrarse conservaría en cada una de sus
partes la totalidad de su expresión y de su poder. Imagínate ese monstruo, de
apariencia frágil, volando, inexorable (por su misma pequeñez e inestabilidad),
llegando siempre —tal como yo lo imagino— de la avenida de las tumbas de los Ming.
—Habrás contribuido a
formar una nueva especie de mariposas, Kêng-Su: una mariposa temible,
maravillosa. Tu nombre figurará en los libros de ciencia —le dije mientras nos
desvestíamos para bañarnos. Consulté mi reloj.
—Son las ocho de la noche.
Entremos en el mar. Las mariposas no vuelan de noche.
Nos acercábamos a la
orilla. Kêng-Su puso un dedo sobre los labios, para que nos calláramos, y
señaló el cielo. La arena estaba tibia. Tomadas de la mano, entramos en el mar
lentamente para admirar mejor los reflejos del cielo en las olas. Estuvimos un
rato con el agua hasta la cintura, refrescando nuestro rostro. Después
comenzamos a nadar, con temor y con deleite. El agua nos llevaba en sus
reflejos dorados, como a peces felices, sin que hiciéramos el menor esfuerzo.
—¿Crees en los fantasmas?
Kêng-Su me contestaba:
—En una noche como ésta…
Tendría que ser un fantasma para creer en fantasmas.
El silencio agrandaba los
minutos. El mar parecía un río enorme. En los acantilados se oía el canto de
los grillos, y llegaban ráfagas de olores vegetales y de removidas tierras
húmedas.
Iluminados por la luna, los
ojos de Kêng-Su se abrieron desmesuradamente, como los ojos de un animal. Me
habló en inglés:
—Ahí está. Es ella.
Vi nítidamente la luna
amarilla recortada en el cielo nacarado. Lloraba en la voz de Kêng-Su una
súplica. Creo que el agua desfigura las voces, suele comunicarles una sonoridad
de llanto: pero esta vez Kêng-Su lloraba, y no podré olvidar su llanto mientras
exista mi memoria. Me repitió en inglés:
—Ahí está. Mírala cómo se
acerca buscando mis ojos.
En la dorada claridad de la
luna, Kêng-Su hundía la cabeza en el agua y se alejaba de la costa. Luchaba
contra un enemigo, para mí invisible. Yo oía el horrible chapoteo del agua y el
sonido confuso de unas palabras entrecortadas. Traté de nadar, de seguirla. La
llamé desesperadamente. No podía alcanzarla. Nadé hacia la orilla a pedir
socorro. No soy buena nadadora; tardé en llegar. Busqué inútilmente al
guardamarina, al bañero. Oí el ruido del mar; vi una vez más el reflejo
imperturbable de la luna. Me desmayé en la arena. Después debajo de la carpa
encontré la tira de papel amarillo, con el ídolo pintado.
Cuando pienso en Kêng-Su,
me parece que la conocí en un sueño.
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