Danny
Donovan
Naranja
Mecánica
Cuatro
metros bajo tierra se encuentra el cuerpo… o, mejor dicho, el polvo de lo que
fue la humanidad del escritor Franz Kafka. Pensaba en ello cuando la curiosidad
de mi compañero de trabajo arrollo la mínima posibilidad que tenia de iniciar
una historia. Maldito enano lameculos, el empleado del mes en la firma de
abogados donde me encuentro desde hace siete años. Con su mirada de ratoncillo
estúpido me interrumpe para avisar que el café ya estaba listo.
Por
entonces, yo estaba harto de vivir en una sola dirección, de comer sardinas
enlatadas tres veces por semana y torpedear a las chicas para conseguir un poco
de amor entre sus piernas. Cosa que era una empresa suicida, en términos de
soldado en un mundo cibernético.
Fácilmente
podría escribir de un tirón tres o cinco páginas, pero si el estúpido de
Valerio no se interpusiera cada que tomo el ordenador y salpico un documento en
blanco con mis frases salvajes, nada de esto tendría que perturbarme. El café
caliente me encanta, tal vez sea uno de los elixires del lejano oriente al que
le rindo devoción; aunque, esta vez, no siento alegría por saber que me espera
una humeante taza.
En los
diarios de Kafka rezaba la eminencia de su oscura alma. Un espíritu diluido en
los avatares de su existencia absurda. El grueso de su vida transcurrió bajo
los efectos del insomnio, la tristeza y el desamor. Fue un tipo singular al que
le huía la felicidad, como a cualquier genio. Adelantado a su tiempo, expresaba
que nunca querría ver nada publicado. Lo único que amó en la vida era
desahogarse como un maldito, un esclavo de sus demonios. Y, el misterio de
Kafka reside en su magia, su vergüenza de sí mismo, la imposibilidad de saber
qué pensará de sus novelas que llenan las estanterías de los eruditos.
Sorbo mi
primer trago de café con rabia, con inmensa cólera por tener aquellas oraciones
solo en lo imaginario. Apenas toque la hoja en blanco se hunden como piedras en
el fondo de un lago. Luego, a la salida del trabajo increpo a Valerio con una
pregunta descarada “Ey, hermano; ¿alguna vez has pensado como seria morirse
atragantado con su propia comida? Es decir, no es que te desee mal, pero lo he
imaginado un millón de veces. Así, cuando te tragas aquellos sándwiches que
chorrean mayonesa como un cerdo”. El tipo se me queda mirando con consternación
y, a su vez, irónica sonrisa. “Si, lo que tú digas Peter. De verdad que eres un
bicho raro, hasta mañana”.
Mi
apartamento es una caja de muñecas, una jaula de ratón donde permanezco doce
horas inertes antes de volver a trabajar en la oficina. Abro la ventana para
que, entre la música de la gran ciudad, para que la orquesta me ensucie los
tímpanos con su tuki-tuki de marginalidad y desenfreno. No hay de otra, la
imagen que viene a mi mente es la de la fría Praga a menos 5 grados
centígrados. Son las tres de la mañana y me sirvo un coctel bárbaro de frutas
tropicales con cinco dedos de ginebra. Me siento frente a la hoja en blanco, mi
némesis.
Probar
otra manera de sacar estas ideas de mi mente, sorbo a ratos de mi vaso;
experimento el primer letargo mental. Finjo que la cosa va en serio, anulo las
inhibiciones y, cierro el ordenador portátil. Tamborileando un poco con el
bolígrafo observo sobre una pila de libros a mi vieja máquina de escribir color
naranja. Heredada de generaciones inmemoriales, debe darme algún poder para
continuar con mi oficio. La reviso, la sacudo un tanto para ver si brilla o
emite un sonido de ultratumba. Debo estar loco, le coloco una hoja en blanco y
aún tiene tinta en sus tipos que se clavan en la estepa desierta de una hoja
carta.
La
botella y la maquina en su punto para trabajar en algo que valga la pena. Así
vacío el alcohol y el contenido de la imaginación. Lagartos enormes deambulan
por el cuarto mientras me siento a escribir como un poseso bajo la dureza del
jefe de redacción, míster K. Este tipo tiene una corbata ajustada que hace
pensar que el oxígeno no llega a su cerebro. Apaga colilla tras colilla de
cigarrillo en mi muñeca izquierda para que no deje de trabajar. Tiene aliento a
nicotina, a naftalina y a materia en descomposición. Me dice “Si mantienes ese
ritmo, quizás puedas darle por el culo a una novela corta o quizás un premio
literario, piénsalo muchacho. Hay miles de tipos como tu; pero tú tienes el
don”.
Una
pestaña de sol me despierta del santuario de mis sueños. Maldición, son las
siete y media y falta una hora para entrar al trabajo. Al demonio, renunciare
como cualquier otro factótum. No soy el primer ni el ultimo escribano que se da
de baja ante un ataque de conciencia. Llamo al señor Suarez, envió mi renuncia
por correo electrónico. Responden que en cinco días emitirán mi liquidación.
Ahora soy
dueño de mi tiempo, puedo navegar en las arenas de la eternidad del autor
independiente. Este era mi deseo, era mi anhelo. Es hora de vivir el sueño. La
máquina de escribir exige trabajo, me pide que la toque con rabia, con lujuria
de gitano, con poesía en los dedos. Además, el jefe de redacción, míster K. no
va a permitir que llegue tarde a mi cita nocturna. Pasada la media noche, la
botella está en su punto para que pueda marcar el ritmo frenético de las
teclas.
Nada me
detiene ahora que soy el escritor estrella del señor K. este tiene a su merced
un caballo de batalla para darle forma a sus ideas sepultadas por el olvido. No
recuerdo cuando me vence el sueño, pero despierto a eso de las 9 o 10 de la
mañana con el sabor agridulce de la ginebra chorreando en un hilillo de saliva.
Un montón de hojas escritas al lado de la maquina denotan una jornada
fructífera. Míster K. tiene razón; tengo un potencial del carajo y debe
exprimirse.
Partimos
de la escritura automática, a pesar de que él me pone en tres y dos con sus
demandas de redacción. Lo cierto, para resumir las jornadas; es que me sumerjo
en aguas profundas donde pierdo cualquier contacto con lo real. Es una
justificación de lo que sucede en mi inconsciente, pienso como un reflejo en la
taza de café, y espasmos dolorosos cobran vida en mis muñecas. Estoy dolorido
porque llevo un mes fuera de contexto, enjaulado voluntariamente.
A míster
K. no le agrada que hable con ustedes de esto, es un tipo neurótico. Tiene
ideas extraordinarias que susurra a mi oído como la del bar Ruta 69. Visite sus
aposentos en búsqueda de una historia poderosa entre sus parroquianos; de los
que se sabe poco mientras no estén bajo el influjo del alcohol y la bohemia de
la madrugada. La libreta que portaba como un reportero de cuarta me hacía lucir
como un imbécil, aunque había solicitado un escoses a las rocas, y eso, me
ponía una distinción de “Este tipo puede ser un duro, quizás un fugado de
prisión. Cuidado, es un malnacido”. Y, donde los parias van a parar por la
corriente del rio, se me vio instalado en la barra e interrogue a Susy:
-
Oye, Susy mi reina. ¿Dónde me puedo agenciar un
arma limpia?
-
Baja la voz, nene. Eres un recién llegado, te
pueden apalear en lo que sepan si vienes con intenciones raras.
-
No estoy bromeando. Susy, mi jefe el señor K.
necesita un arma para borrar un problemita que tiene. Échame una mano, ¿si?
-
Y no lo puede hacer dialogando como la gente
normal. Solo pregunto, mi príncipe. Estas muy tenso esta noche, ¿No querrás una
mano, pero de otra forma? Se nota que el whisky no te da nota.
-
Espera Susy, si estoy tenso. Pero ya pensaremos en
la carne luego; este carajo me tiene verde con sus exigencias. ¿Me vas ayudar o
no?
-
Si, coño que sí. Te espero en la habitación en 10.
No me hagas esperar porque me subo las pantaletas y no doy marcha atrás,
maricón.
-
Gracias mi reina, siempre tan bella. Voy para
allá.
Una
semana después, en el mismo Ruta 69 me postre en una de las mesas libres. Había
llegado temprano, eran las 11 de la noche, y los feligreses se entretenían
antes de borrarse por completo dentro de este recinto lúgubre. Solo un tipo
charlaba con una mujer delgada y huesuda en la barra, ambos se metían mano para
romper el hielo, al rato se deslizaron por una escalera hacia las habitaciones.
Seguro romperían un nuevo record: mínimo consumo, máxima fornicación. Susy me sirve
una ginebra con soda y limón, me da un beso en la oreja; para deslizar las
palabras esperadas “Te espera un hombre de gabán en el salón de billar, lleva
gafas y barba rala. No le hagas esperar demasiado”.
Me acerco
zigzagueando como una serpiente en el desierto, esquivando las inclemencias del
clima, en este caso los tipos de perfil matón que juegan allí. Parecen sacados
de una película de moteros, y por defecto colocan sus pistolas en los quicios
de las mesas. A saberse con las bolas bien puestas. Trato de no hacer contacto
visual máximo a 3 segundos; a razón de un reconocimiento de rutina. Si a
cualquiera le evitas la mirada estas cometiendo un error. Al predador se le
debe encarar a pesar de encontrarse jodido.
Por fin,
sentado tomando tequila me presento ante el personaje que buscaba. Es alto como
una estaca, de huesos duros y lleva un mondadientes. Tiene un maletín donde
descubre un material de alta calidad. Se trata de los revolver y las pistolas
automáticas que mejor se ofertan. Me viene como anillo al dedo el modelo de K5m
de cañón corto y mango en madera. Tiene ocho balas en el cartucho y dos en la
recamara, carga rápido y se puede liquidar sin demora. Le entrego los 180 que
habíamos acordado (Susy de por medio) para cerrar la venta. Estrechamos la
mano, y luego se pierde como un coyote en la noche.
Camino
cinco cuadras y alguien de la nada me golpea la espalda. Es míster K. que me
toma por los hombros y me interroga: “¿Con quien has estado tratando? Habla
imbécil”. “Con el fulano que convenimos, recuerda la solicitud que me hizo,
jefe. Esta lista la vaina”. “Vamos, que hay mucho trabajo que hacer”. Y nos
dirigimos juntos a laborar, aunque la noche se haga día sobre mi máquina de
escribir.
Lo último
que recuerdo es la cara de cerdo compungido de Valerio; el cretino estaba
cagado encima, literalmente. Primero le asenté un disparo en la rodilla, mierda
eso debe haber dolido. Y los borbotones de sangre me hicieron vomitar un poco,
le coloqué un cigarrillo en los labios para que dejara de gritar y comencé a
leerle mi escrito inconcluso:
“Donde
las mentes se hacen chicha de cucarachas reinara la paz de los profetas. Esos
lobos que pisan la voluntad de los débiles como hormigas indefensas. Lejos del
escritorio de trabajo, sobre el cadáver de los muertos vivientes surge la moral
absoluta. Del que se sabe libre, del que se siente sabio, del que camina sobre
la tierra fuera de tiempo y espacio. Es dueño de sí mismo…”
-
¿Te gusta, amigo mío? Que dices, esta jodido este
tipo. Tiene una pila de mierda en la cabeza – tosí un poco y bebí un trago de
ginebra.
-
Yo tengo hijos, Peter. Acaso no te interesa eso.
No puedo morir, no ahora, no sabía que estabas loco. Perdona si te jodi
demasiado en el trabajo, no sabia…
-
Yo no tengo nada, pendejo. Crees que eso me
importa; hace rato el señor K. mi nuevo jefe, me dio la oportunidad de ascender
con la condición de eliminarte. Voy a leerte algo conmovedor… escucha.
Apertrechado
en un vagón de pasajero, iba rumbo a lo desconocido. Dentro del mismo la gruesa
nube de humo hacía pensar en un barrio peligroso, quizás una callejuela ciega
en Chinatown. Pero, del otro lado la tos me hizo rectificar en los rasgos
familiares, la sonrisa adoquinada, el olor a naftalina del jefe; se dibujaba
una silueta parecida a un insecto, me froté los ojos para enfocar. Se trataba
del señor K. que me devolvió un gesto afirmativo, este podía saber lo que
pensaba. Sentí un escalofrió atroz, el miedo corría por mi cuerpo.
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