Mi amiga Kêng-Su me decía: —En la ventana del hotel brillaba esa luz diáfana que a veces y de un modo fugaz anticipa, en diciembre, el mes de marzo. Sientes como yo la presencia del mar: se extiende, penetra en todos los objetos, en los follajes, en los troncos de los árboles de todos los jardines, en nuestros rostros y en nuestras cabelleras. Esta sonoridad, esta frescura que sólo hay en las grutas, hace dos meses entró en mi luminosa habitación, trayendo en sus pliegues azules y verdes algo más que el aire y que el espectáculo diario de las plantas y del firmamento. Trajo una mariposa amarilla con nervaduras anaranjadas y negras. La mariposa se posó en la flor de un vaso: reflejada en el espejo agregaba pétalos a la flor sobre la cual abría y cerraba las alas. Me acerqué tratando de no proyectar una sombra sobre ella: los lepidópteros temen las sombras. Huyó de la sombra de mi mano para posarse en el marco del espejo. Me acerqué de nuevo y pude apresar sus alas entre mis de...