La noticia del casamiento
de su exmujer sentó a Derek como una patada en el estómago. Fue su hija menor,
Sarah, quien una mañana de domingo le llamó para decirle que ninguna de las
hermanas podría pasar las Navidades con él este año porque su madre se casaría
a mediados de diciembre, en una de las maravillosas playas de la costa
mexicana. Derek necesitó toser al menos dos veces para asimilar la información
y volver a respirar.
—¿México? —atinó a soltar de forma
incrédula.
—Sí, papá. México. Mamá invitó a toda
su familia.
—Veo que las cosas le están yendo
estupendamente a tu madre.
Hacía años que la
paciencia de Derek se había resentido con respecto a su ex, y desde luego no
tenía interés en disimularlo.
—Como sea. No
vamos a bajar hasta Los Ángeles para Navidades. Te quiero, papá. Tranquilo que
va a estar todo bien. Un beso.
—Adiós, cariño. Salúdame a tus
hermanas.
Hacía más de cinco
años que Derek se había separado oficialmente de su mujer y aún sentía una
rabia incontrolable cada vez que la recordaba. Cinco años sin contar otro par a
causa de la separación voluntaria, y de mutuo acuerdo, cuando se había mudado
al pequeño apartamento, a unas cuadras de la casa familiar. Hasta ahí, todo
apacible. Un día, sin embargo, su mujer hizo cuentas y decidió que le venía
mejor demandarle por divorcio no sólo en California, sino también en el estado
de donde ella era oriunda, más hacia el este. La batalla campal para Derek
comenzó cuando su mujer empezó a salir con un abogado especialista en divorcios
que le llenó la cabeza de premisas en contra suyo. Él sólo había querido
quedarse con las niñas. Adoraba a sus hijas, pero tras varios años de disputas
y un total de noventa mil dólares gastados, Derek terminó con dos coches usados
y sin ellas. El resto se vendió todo. Y por supuesto, su mujer se cambió de
estado para estar más cerca de sus progenitores. Ahora a Derek le tocaban las
navidades. Pero las niñas se hacían mayores y poco a poco iban perdiendo el
interés en visitar a su padre. Derek intentaba todo con tal de entretenerlas
cada vez que se veían, pero ni así. La vida adulta y solitaria de un productor
cincuentón de música poco interesaba a tres hijas adolescentes. Sarah, la
pequeña, parecía ser la más piadosa con su padre, llamándole por teléfono una
vez a la semana.
Trevor Ferguson se
sentó en una butaca alta del salón, observando cómo su amigo Derek le servía
cuidadosamente la cerveza en un vaso especialmente diseñado para mantener la
cantidad de espuma adecuada.
—Entonces se casa.
¿Cómo te sienta eso? —dijo Trevor estirando el brazo para alcanzar su cerveza
por encima de la barra.
—Corrijo, se vuelve a casar. Son cosas diferentes.
—Te molesta.
—¡Por supuesto que
no! Agradezco que venga un suicida a ver si me deja a mí tranquilo de una vez.
Porque hay que ser energúmeno para casarse con esa mujer. Y que rece para que
no le pida el divorcio a él en unos años, sacándole hasta el último céntimo.
—No se van a divorciar. Tenemos cierta
edad…
—Con Cristina
nunca se sabe. ¡México! Se van a casar a la playa y, para colmo, ella invita a
la familia. Se ha llevado todo, mis hijas, mi apellido, mi perro… todo. Y ahora
resulta que se enamora de nuevo y que al tipejo éste le paga un casamiento en
un país exótico. Cuando estábamos juntos, Cristina nunca quiso trabajar. Yo le
pagué la carrera, los caprichos, le compré aretes de diamantes... Hasta me dijo
Sarah que su madre últimamente trabaja encantada los fines de semana para
mantener al secretario éste. ¡Fines de semana!
—No es secretario,
trabaja para una firma de abogados. ¿Quieres que revise las cantidades de
manutención? Tus hijas ya están grandes… Igual podemos llegar a un nuevo
acuerdo. Ahora Cristina forma otro hogar, hay más ingresos.
—¡Que se quite mi
apellido quiero! Mejor ni pienso. Cuando Sarah tenga la mayoría de edad, corto
todo y me voy a la mierda. Lejos. Bien lejos. A morir solo a París. Siempre me
ha gustado París.
—Mejor se me
ocurre que podrías venir el jueves a casa, es el día que van las amigas de mi
mujer. Una especie de girls’ night,
pero por la tarde.
—¿Yo? No, no. Y ¿para qué? Estás loco.
—¿Cómo que para qué? Para conocer a
alguien. Hay varias divorciadas muy guapas.
—Trevor, ya te
dije que yo no sirvo para esas cosas. Además, ya sabes cómo pienso. Si puedo
tener a una mujer más joven que yo, inteligente y atractiva, preferiblemente
sin hijos, mucho mejor. Las mujeres con más de cuarenta y cinco años no se me
dan bien. Ya tienen manías propias, y estoy harto de los dramas.
—Sólo te digo que
vengas. Ana me comentó que va a estar en la reunión una chica joven, de esas
que te encantan. Es escritora, o periodista… Bueno, escribe. A ti te chiflan
las intelectuales.
—¿Cuántos años tiene, dices?
—Treinta y siete, creo. Mariola, se
llama. Es italiana.
—Bueno, voy un
rato y nada más. Decimos que tenemos una reunión y yo aprovecho para saludar.
En una de esas tienes razón y me hace bien conocer gente nueva. Así cuando vengan
las niñas no me ven tan solitario. Imagínate la cara de Cristina cuando Sarah
le cuente que su padre sale con una escritora trece años más joven. ¿Te alcanzo
otra cerveza?
Trevor había
conocido a Derek en un despacho de abogados hacía años. De hecho, Trevor había
sido el ayudante en su trámite de divorcio, y a raíz de aquello, comenzaron a
compartir cervezas y bromas luego de cada audiencia, hasta que finalmente se
volvieron buenos amigos. Ahora Trevor era el abogado personal de Derek y le
llevaba tanto lo referente a su dinero y sus contratos de trabajo en la
productora discográfica como sus asuntos familiares. Trevor era un hombre de
porte humilde y trabajador al que todo el mundo parecía querer. Y no tenía
problemas de dinero. Derek, en cambio, sólo disponía de los Ferguson como
amigos. Su divorcio le había dejado sin dinero y sin aliento. Había tenido una
especie de relación pasajera con una aspirante a modelo hacía unos años, pero
cuando ella comenzó a encariñarse demasiado, Derek cortó por lo sano y le dijo
que él ya no tenía interés en formar otra familia. La chica aceptó sin
rechistar y ahora únicamente se saludaban para las fechas de cumpleaños, si
acaso.
Derek dio un
abrazo a Ana y saludó una a una a sus amigas. Eran siete mujeres de unos cincuenta
años, bien vestidas y con buen olor. Su media sonrisa aún tenía efecto entre
las féminas. Todas dejaron de cuchichear cuando Ana les presentó al famoso
productor.
—Derek, puedes
sentarte un ratito con nosotras antes de tu reunión con Trevor. ¿Te sirvo un
té? —le dijo Ana con un guiño. Al parecer la relación entre ella y su marido
gozaba de buena salud, ya que seguían contándoselo todo.
Derek se acomodó
las mangas de la camisa cuando vio entrar por la puerta a su amigo acompañado
de una preciosa joven de cabello ondulado y largas pestañas. Entraron riendo.
—Querida, éste es mi amigo Derek
Londry, es productor musical.
Mariola le observó atentamente a los
ojos y sonrió con calidez, estirando la mano para saludarle.
—Qué fue lo último que produjo, señor
Londry, si se puede saber.
Derek y Trevor
quedaron estupefactos. Trevor observó los cordones de sus zapatos lustrosos en
silencio, mientras Derek parpadeó atónito.
—Jazz. Me especializo en jazz.
—Alguien que ama la música, al parecer.
Luego Mariola buscó
con la mirada a la anfitriona de la casa y se disculpó mientras se alejaba para
encontrarse con ella.
Derek sintió que
su corazón se tropezaba y tuvo que toser dos veces. Mariola era un nombre de
por sí musical. Rimaba con una cantidad de cosas tontas y a él le atraía.
Además, su piel era tersa y suave. Aquella noche, entre trago y trago, Derek no
pudo evitar imaginar sus manos por debajo de la blusa de Mariola, la
periodista.
Al cabo de una
semana, Derek recibió una llamada telefónica de Mariola para invitarle a tomar
una copa. «Un día de semana, que hay menos gente en los bares», le había dicho.
A Derek le gustaba la idea de que las mujeres lo buscasen a él. De hecho, era
lo que más le entusiasmaba de la época moderna y tecnológica en la que a veces se
encontraba perdido. En sus años adolescentes, había tenido que partirse el alma
intentando que las chicas aceptasen sus coqueteos y sus proposiciones, la mayor
parte de las veces indecentes. Ahora que había llegado al medio siglo, prefería
que fueran las féminas más jóvenes las que se deshiciesen en halagos e
invitaciones. Él sólo se encargaría de cumplir y de pagar la cuenta. Al menos
la primera vez. Una buena impresión es digna de un caballero, y los caballeros
son atemporales. A lo que aún no se acostumbraba del todo era a los mensajes de
texto, porque se prestaban para malas interpretaciones o tonos agresivos.
—¿Entonces eres
periodista, Mariola? —preguntó suavemente mientras cenaban en uno de los
restaurantes más de moda de la ciudad.
—Corresponsal de
guerra. Pero ahora estoy de año sabático. Cuéntame de tus hijos. Ana me dijo
que tienes tres.
Mariola le atraía
cada vez más, como a cualquier hombre a quien hacen hablar de sí mismo. Ser el
centro de atención de una preciosa italiana no ocurría frecuentemente.
—Tengo tres hijas adolescentes. Tú eres
joven…
Mariola suspiró y se miró los dedos
desnudos de sus manos, frotándoselos nerviosamente.
—En realidad me
estoy separando. Y no tengo hijos. Sé que ibas a preguntar algo por el estilo,
así que te ahorro la molestia. Mi vida es bastante complicada, incluyendo mi
trabajo, pero me encanta y no pienso dejarlo nunca, hasta que me metan una bala
en la cabeza. Tampoco me interesan las relaciones formales de pareja de
momento, por razones obvias. Técnicamente aún tengo un marido, pero me
encantaría volver a verte, si estás de acuerdo.
Derek tosió tres
veces y dio un sorbo a su copa de vino para poder digerir. Cada vez le gustaba
más, pero le contagió un miedo tremendo. Mariola no era una mujer de las que se
quedan quietas ni calladas. Era, en cambio, de las que siempre quieren estar
encima durante el sexo. Se encogió de hombros mientras la imaginó sin ropa
sobre él. Ella sorbió su vino sin dejar de mirarle a los ojos.
La segunda vez que
se encontraron había sido para tomar un café. Recién al tercer encuentro,
finalmente, se acostaron. Fue un sexo dulce y práctico, lleno de risas y
jadeos. Derek intentó estar a la altura y agasajar a Mariola con toda la
experiencia que llevaba a sus espaldas. Ella le respondió con desafíos nuevos y
besos tiernos. Los dos lo disfrutaron, y Derek se quedó prendado de aquella
corresponsal de guerra. Tanto fue el interés que, volviendo a sentirse como si
tuviese veinte años, tuvo el coraje de enviarle un mensaje de texto al día
siguiente con un emoji de corazón que
delataba su estado anímico: «No dejo de pensar en ti. Mierda.» A lo que
Mariola, siempre concisa, atendió escuetamente con un simple «Encantador»,
mientras preparaba la lasaña que cenaría con su aún técnicamente marido.
Las conversaciones
y los intercambios continuaron entre los dos varias semanas, mientras Trevor le
escuchaba repetir a Derek que ahora tenía dos amores, Mariola y el jazz. Trevor
se carcajeaba, y le preguntaba insidioso por sus hijas. Su amigo respondía
nervioso diciendo que esos amores eran implícitos, que no contaban. O, mejor
dicho, que contaban siempre y por encima de todo.
Un día Sarah y
Mariola se conocieron por Skype, mientras el padre y la hija intercambiaban notas
sobre un nuevo grupo de jazz en el que Derek se había interesado. A Sarah le
encantaba la música y parecía haber heredado el oído de su padre, así que ambos
descubrieron en aquello un punto de unión. Mariola los encontraba encantadores,
mientras les observaba embelesada. La noche de la charla por internet, Derek
tuvo sueños extáticos con la cara de su exmujer cuando Sarah le fuese con el
chisme. Su solitario padre al fin estaba saliendo con una preciosa periodista.
Una noche, sin
embargo, discutieron. Mariola lo acusó de decirle cómo tenía que comportarse.
Algo que le hacía enfurecer rápidamente. Nadie le daba órdenes justo a ella,
que había estado en la línea de fuego. Y Derek era incapaz de reconocer sus
errores o de pedir disculpas. Entonces, se defendió sacando a la luz sus
frustraciones.
—¡Eres tan cabeza dura como mi mujer!
¡Por eso me separé!
En realidad había
sido Cristina quien le pidió el divorcio. Y evidentemente a él aún le costaba
hacerse a la idea de que a esta altura se trataba de la mujer de otro.
Mariola lo miró
con ojos asesinos. A una pareja actual jamás se la puede comparar con una
anterior. Mucho menos con la madre de tus hijos. Y ni qué hablar si la actual
no tiene hijos propios. ¿De qué la estaba acusando exactamente? ¿De no ser suficiente
mujer o de no ser su ex misma? En ese preciso instante, Derek gritó rotundo que
si las cosas no se hacían a su modo, entonces no se harían. Y se lo dejó bien
claro a Mariola, quien aguantaba las lágrimas como buena corresponsal de
guerra. «Como yo digo, o nada», le había desafiado. Así que después de
escucharle vociferar sus nuevas normas como si de reprender a unos hijos se
tratase, Mariola hizo una pausa breve y con una apabullante claridad contestó
mientras recogía su bolso para marcharse:
—Nada, entonces.
En ese momento,
Mariola decidió evitarlo hasta que Derek intentase, al menos una vez, enmendar
sus errores. Esperaría las disculpas, o no volvería a verle jamás. Derek
posteriormente intentó llamarla, enviarle algunos textos, pero jamás obtuvo una
respuesta. En realidad comprendió que él le había dado a elegir y ella había
tomado una decisión. Eso, o se estaba haciendo la difícil. A Derek le dolió la
barriga y el alma un par de semanas, y habló mal de Mariola a Sarah y a Trevor,
quienes lo escuchaban conscientes de que lo que decía era fruto de su despecho,
sabiendo que Derek finalmente se había vuelto a enamorar, a su modo, de forma
tosca y altiva. Así que lo escuchaban en silencio, casi con lástima, hasta que
Derek se cansaba de quejarse.
—«Nada.» ¿Puedes creer a la mocosa?
«Nada.»
Trevor se estiró
sobre la encimera de la cocina y atrajo el vaso con cerveza recién servido. Dio
un sorbo largo, disfrutándolo. Había escuchado la misma historia más de veinte
veces, pero su amigo le daba pena.
—La culpa es tuya, Derek, por hacerte
el listo.
—Tú no entiendes.
Una niñata no va a enseñarme a mí como tratar a mi ex, con la de problemas que
tengo yo ahora.
—Esa niñata es corresponsal de guerra.
—Da igual.
—No, no da igual.
Es una mujer que sabe lo que quiere. Y la has subestimado. Cómo se te ocurre
compararla con tu ex y retarla como a una de tus hijas...
—Yo no la comparé… Las mujeres están
todas locas.
—Hablando de locas, ¿cómo estuvo la
boda en México, has sabido algo?
—La boda no lo sé,
pero Cristina ahora trabaja los fines de semana para mantenerlo a él. ¡Hasta
cocinero tienen! Y yo tengo que pasarle dinero cada mes como un cronómetro o me
crujen los abogados.
—Bueno, tranquilo,
hombre. Mira, date una vuelta el martes por la casa para que te entregue el
cheque que te envió la asociación. Algo es algo. De paso, hablas con las amigas
de Ana, te distraes un rato. Te adoran. Eres como el gallo del corral.
—¿Mariola va a venir?
—Mariola no quiere verte, ya te dije.
—Nada, entonces. ¿Quieres otra cerveza?
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