—Y,
Beulah —llamó Nannie—, antes de irte ven y arréglame los almohadones; esta
mecedora es horriblemente incómoda.
—Sí,
señora, voy enseguida.
Nannie
dejó escapar un profundo suspiro. Alcanzó el periódico y pasó con rapidez las
primeras hojas hasta encontrar las Notas de Sociedad —o la columna social, ya
que no había nada que pudiera llamarse Sociedad en Collinsville.
—Veamos
—dijo, ajustándose las gafas de montura de concha sobre la nariz altiva.
—«El
señor y la señora Yancey Bates se van a Mobile a visitar a unos parientes.» No
es nada del otro mundo; la gente siempre se está visitando —dijo a media voz.
Buscó más
abajo las notas necrológicas, que siempre le procuraban un disfrute sombrío. La
gente a la que había conocido toda la vida, los hombres y mujeres con los que
había crecido, se iba muriendo día tras día. Se sentía orgullosa de seguir con
vida mientras ellos yacían inmóviles y fríos en sus tumbas.
Beulah
entró en la habitación. Se acercó a la mecedora en la que estaba sentada la
señorita Nannie leyendo el periódico. Retiró los almohadones de la espalda de
la anciana, los ahuecó y los dispuso de nuevo cómodamente detrás de la espalda
de su señora.
—Así está
mucho mejor, Beulah. Sabes que tengo este reúma todos los años por estas
fechas. Es tan doloroso y me siento tan impotente; sí, de verdad, tan
impotente…
Beulah
movió la cabeza, asintiendo compasiva.
—Sí,
señora, sé cómo tiene que ser. Tuve un tío que por poco se muere de eso.
—Veo aquí
en el periódico, Beulah, dónde murió el viejo Will Larson. Qué raro que nadie
me haya llamado o me haya contado cómo ha sido. Hubo un tiempo en que fue amigo
mío, ¿sabes, Beulah? Muy buen amigo mío.
Asintió
con la cabeza burlonamente, dando a entender que, por supuesto, había sido uno
de su legión de admiradores imaginarios.
—Bien
—dijo Beulah mirando el gran reloj que había contra la pared—. Creo que será
mejor que vaya al médico a buscarle su medicina. Usted quédese aquí, que
volveré en un momento.
Salió de
la habitación y al cabo de cinco minutos Nannie oyó cómo se cerraba la puerta
principal. Volvió a hojear el periódico. Trató de interesarse por el editorial,
trató de leer el artículo sobre el proyecto de la nueva fábrica de muebles,
pero siempre había una fuerza magnética, irresistible, que le hacía volver al
obituario. Leyó las notas necrológicas dos o tres veces. Sí, los había conocido
a todos.
Miró las
vivas llamas rojas y azules de la chimenea. ¿Cuántas veces la había mirado?
¿Cuántas mañanas frías de invierno había salido de debajo de la colcha de
retales, había recorrido a saltitos el suelo helado y había encendido
trabajosamente el fuego en ella? ¡Miles de veces! Había vivido siempre en
aquella casa, en la residencial calle mayor, al igual que su padre y el padre
de su padre. Habían sido auténticos pioneros, y se sentía muy orgullosa de su
estirpe. Pero todo ello pertenecía al pasado; su padre y su madre estaban
muertos, y ahora estaban muriendo sus viejos amigos; despacio, casi
inadvertidamente. Ahora casi nadie pensaría que se extinguía una especie de
dinastía, una dinastía de la aristocracia sureña —villorrio, pueblo, ciudad—.
Morían durante la noche; una fuerza extraña e invisible iba apagando la débil
llama de su vida.
Apartó el
periódico de su regazo y cerró los ojos. El calor y el espacio cerrado de la
habitación la hicieron sentirse somnolienta. Casi se había quedado dormida
cuando la despertó el reloj de pared, que daba la hora. Una, dos, tres, cuatro…
Alzó la
mirada y pareció sobresaltarse un tanto, pues percibió la presencia de alguien
más en la habitación. Alcanzó las gafas y, después de ponérselas, miró a su
alrededor. Todo parecía en orden. Había un silencio absoluto; ni siquiera le
llegaba el sonido de los coches que pasaban por la calle.
Sus ojos
lograron enfocar por fin, y entonces lo vio. Estaba de pie enfrente de ella.
Nannie soltó un pequeño grito ahogado.
—Oh
—dijo—, eres tú…
—¿Me
conoces, entonces? —dijo el joven caballero.
—Tu cara
me resulta familiar —dijo ella, con voz calma aunque sorprendida.
—No es
nada extraño que así sea —dijo el caballero con elocuencia—. Yo te conozco muy
bien. Recuerdo haberte visto una vez de pequeña; eras encantadora. ¿No te
acuerdas de aquella vez que vine a visitar a tu madre?
Nannie lo
miró fijamente.
—No, no
me acuerdo. Y no puedes haber conocido a mi madre: eres tan joven… Yo soy una
anciana, y mi madre murió antes de que tú hubieras nacido.
—Oh, no,
no… Recuerdo a tu madre perfectamente. Una mujer muy razonable. Te pareces a
ella. La nariz, los ojos; y las dos con el mismo pelo blanco. ¡Harto notable,
ciertamente!
El hombre
la miró. Sus ojos eran muy muy negros y sus labios muy muy rojos, casi tanto
como si se los hubiera pintado. A Nannie le parecía atractivo; ella misma se
sentía atraída.
—Ahora me
acuerdo. Sí, por supuesto; yo era una niñita. Pero te recuerdo; viniste y me
despertaste muy tarde una noche, la noche… —De pronto emitió un débil grito
ahogado, y un destello de reconocimiento y horror iluminó sus ojos—. ¡La noche
en que murió mi madre!
—Exacto.
¡Vaya, tienes una memoria increíble… para tu edad! —Su voz acentuó las últimas
palabras con intención—. Pero me recuerdas de otras muchas veces a partir de
entonces. La noche en que murió tu padre, e incontables veces más. Sí, claro
que sí. Te he visto muchas veces, y tú a mí sólo es ahora, en este momento,
cuando tendrías que haberme reconocido. ¿Sabes?, la otra noche, sin ir más
lejos, estuve hablando con un viejo amigo tuyo, Will Larson.
La cara
de Nannie se puso blanca como el papel; los ojos le ardían, y no podía apartarlos
de la cara del hombre. No quería que la tocara; mientras no la tocara podía
sentirse segura. Instantes después dijo con voz hueca:
—Entonces
tú debes de ser…
—Vamos,
señora —le interrumpió el desconocido—. Mi buena señora, no pongamos objeciones.
No va a pasarlo mal; de hecho, es una sensación totalmente placentera.
Nannie se
agarró a ambos lados de la mecedora y empezó a mecerse de manera febril.
—Apártate
—susurró con voz ronca—. Aléjate de mí, no me toques, no, no, ahora no; ¿es
esto todo lo que voy a sacar en limpio de la vida? ¡No es justo, no te
acerques, por favor!
—Oh —rió
el joven y elegante caballero—. Señora, está usted comportándose como una niña
que tiene que tomar aceite de ricino. Le aseguro que no es en absoluto
desagradable. Vamos, venga aquí, más cerca, más cerca, déjeme darle un beso en
la frente, no va a dolerle, se sentirá tan serena y en paz, será como quedarse
dormida.
Nannie se
echó hacia atrás en la mecedora todo lo que pudo. Los labios pintados de rojo
del hombre se acercaban a ella más y más. Nannie quería gritar, pero ni
siquiera podía respirar. Nunca había pensado que sería así. Se encogió contra
el asiento de la mecedora, desplazó uno de los almohadones hacia abajo y se lo
pegó con fuerza a la cara. El hombre era fuerte: Nannie sintió cómo tiraba del
almohadón para arrebatárselo. Vio su cara, sus labios fruncidos, sus ojos
amorosos; era como un amante grotesco.
Oyó un
portazo. Gritó con toda la fuerza de los pulmones.
—¡Beulah,
Beulah, Beulah!
Oyó los
pasos apresurados. Se apartó el almohadón de la cara. El rostro negro de la
mujer la miró.
—¿Qué le
duele, señorita Nannie? ¿Qué le pasa? ¿Quiere que llame al médico?
—¿Dónde
está?
—¿Dónde
está quién, señorita Nannie? ¿De qué está hablando?
—Estaba
aquí, lo he visto, venía a por mí, oh, Beulah, te digo que estaba aquí.
—Vamos,
señorita Nannie, ha vuelto a tener una de esas pesadillas.
Los ojos
de Nannie dejaron de despedir frenéticos relampagueos violeta. Apartó la mirada
de la preocupada Beulah. El fuego de la chimenea se iba apagando despacio, y
las últimas llamas danzaban como con remilgo.
—¿Pesadilla?
¿Esta vez? Cómo saberlo.
Comentarios
Publicar un comentario