Ir al contenido principal

Después de la tormenta - Albino Monterrubio - Black Fish N°1

 

La tormenta duró buena parte de la tarde, por lo que los niños tuvimos que pasarla en la terraza, aburridos, mientras mirábamos cómo las golondrinas, posadas en la rama más alta del árbol seco, aguantaban estoicas el aguacero. Ni siquiera nos pudimos entretener cazando las moscas que se posaban sobre los barrotes de la baranda. Con el agua se habían ido a refugiar quién sabe dónde.

Por fin, la nube negra que apareció por el sur y se colocó encima del pueblo, se movió hacia el oeste, más allá de Las Cabezas. Tras de sí dejó un paisaje de charcos turbios, hierbas aplastadas y el cadáver sucio de arena de algún que otro polluelo de jilguero muerto al caer su nido con la lluvia. El aire olía intensamente a tierra mojada. De vez en cuando, el agua retenida en las hojas de los árboles caía con brusquedad al suelo en forma de goterones, con un sonido monótono multiplicado aquí y allá. En sordina, como amortiguado por un gigantesco cojín, se oía el ruido de los truenos de la tormenta que se alejaba.

―Vamos a ver si han salido hormigas de ala ―dijo Carlines, después de intentar saltar sin éxito el gran charco que se formaba a la puerta de casa.

Como todos sabíamos, las hormigas de ala solo salían en contadas ocasiones y siempre después de llover. Eran el mejor cebo para los cepos pajareros. En tanto el pan duro únicamente servía para los gorriones, estas les encantaban a los tordos, pieza suprema que colmaba nuestras aspiraciones. Como era el mayor de los primos, obedecimos sin rechistar.

 

En la puerta del tío Antimo un grupo de niños hacía corro mirando al suelo, hacia algo que no podíamos ver. Nos acercamos con curiosidad.

―Es un sapo gigante y muy feo ―informó Germancín, quien, por ser el más alto, pudo atisbar el primero sobre las cabezas del resto.

Los pequeños nos abrimos paso hasta la primera fila y vimos en la superficie de tierra de la calle, cerca de una pila de grandes piedras, un batracio de piel rugosa y color verde oscuro, casi grisáceo. Estaba quieto, al parecer impasible ante la atención que concitaba. Un niño, el más atrevido, probó a darle la vuelta con un palo y dejó al pobre animal en una postura ridícula, a la vista el amarillento vientre y meneando levemente en el aire sus gruesas patas. Tras varios intentos, consiguió recuperar su posición original.

―¿Qué pasa aquí? ―La tía Laurenta, al oír el extemporáneo bullicio, se asomó a su puerta arropada en una toquilla, pues la tarde había quedado fresca tras la lluvia.

―Un sapo, tía.

La menuda figura de la anciana se acercó a dónde estábamos mientras se ajustaba sus anticuadas gafas de gruesos cristales.

―¡Ay hijos, no es un sapo, es un escuerzo!

Ante la indiferencia con que el grupo recibió esta información, explicó, nerviosa: «Separaos y tened cuidado. Pueden escupir más de dos metros y es veneno. Podría dejaros ciegos si os llega a dar en los ojos».

El instinto nos hizo dar un paso atrás, y algunos incluso se taparon la cara con las manos.

―¡Hay que matarlo!

Un murmullo aprobó la moción por unanimidad, y los de mayor edad fueron a coger piedras, cada cual la más voluminosa que sus fuerzas le permitían. La tía Laurenta, a la que todos queríamos por su natural bondadoso, no dudó sin embargo en ratificar la sentencia:

―¡Sí, hijos, matadlo!

Uno tras otro ―con los mínimos intervalos necesarios para analizar y comentar los efectos de las pedradas― arrojamos nuestros proyectiles. Lapidado cual bíblica adúltera, el escuerzo, que comenzó una lenta pero inexorable marcha para alejarse de la chiquillería que lo acosaba, resistía sin embargo los golpes, como si estuviera hecho de diamante.

Fueron necesarias varias rondas. Finalmente, y tras recibir el impacto de un proyectil de tal tamaño que tuvo que ser levantado y lanzado por dos de los chicos mayores, un hilillo de sangre salió de su boca y un amasijo de tripas asomó por un lateral de la panza. Allí le dejamos, supusimos muerto, con dos piedras encima para evitar una posible huida.

Al día siguiente, según nos levantamos, fuimos a comprobar «cómo estaba el escuerzo». Para nuestro asombro, el animal, una vez se hubo zafado del peso que le oprimía, avanzó todavía unos cinco metros para morir cerca del grupo de rocas al que parecía dirigirse.

Por muchos días pudimos ver, abandonado a un lado de la calle, el seco y acartonado pellejo del pobre batracio, mudo recuerdo de aquel episodio del que nunca tuvimos ningún tipo de remordimiento.


 

Comentarios